Debido al aplazamiento de los Juegos Olímpicos para 2021, tenemos un año para repensar las prioridades, los valores y los posibles frutos del deporte.

«La antorcha olímpica es la luz en el fondo de este túnel con que la humanidad ha tenido que enfrentarse». Así lo dijo Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional, el 24 de marzo, después de haber acordado con las autoridades japonesas posponer los XXXII Juegos hasta 2021. Por primera vez, las Olimpiadas se “empaquetan” y se posponen para otra fecha, en realidad sin muchas certezas: permanecen abiertas las preguntas de si el mundo podrá viajar a Japón y si Japón podrá invitar al mundo a su hogar.

Junto con los Juegos Olímpicos, se han suspendido muchos otros eventos deportivos y el bloqueo del engranaje del prodigioso espectáculo ha expuesto la dependencia y la estrecha relación del “departamento de juegos” del mundo con la poderosa industria del deporte.

Echamos de menos las emociones, la alegría, el gozo de disfrutar la belleza del gesto deportivo, el pathos por el resultado incierto del resultado, el identificarse con los héroes modernos. Toda materia prima extremadamente valiosa para el marketing global.

Junto con el distanciamiento social, se experimenta la ausencia de la noble celebración del cuerpo que, en el deporte, adquiere una forma fascinante. También disminuye el valor altamente simbólico del encuentro/enfrentamiento, que en los Juegos Olímpicos encuentra una manifestación que a veces sublima la política internacional.

Todos, a sabiendas o no, experimentamos un vacío, ciertamente no comparable a lo que experimentan mujeres y hombres de todo el mundo, aptos o discapacitados, quienes en el calendario de cuatro años habían planeado todos los días, cumpliendo una preparación meticulosa, con sacrificios y esfuerzos destinados a expresar lo mejor de ellos mismo entre julio y agosto de 2020: un infortunio global.

Sin embargo, este tiempo, que nos ha manifestado repentina y trágicamente la fragilidad y vulnerabilidad de los sistemas, que puso de relieve las grietas en el paradigma tecnocrático del mercado y las ganancias, al mismo tiempo resalta la extraordinaria posibilidad de cambio.

«En este periodo se han tenido que suspender muchos eventos, pero florecen los mejores frutos del deporte: la resistencia, el espíritu de equipo, la fraternidad, el dar lo mejor de sí mismo… Fomentemos, pues, el deporte para la paz y el desarrollo». Era el 6 de abril, ya en plena pandemia, el Papa Francisco en el “Día Mundial del Deporte para el Desarrollo y la Paz” con estas simples palabras, recordó la auténtica vocación del deporte.

Una sugerencia para descubrir el alma del deporte y hacerla cultura. Los valores que se entrenan en el deporte, durante la pandemia se destacaron colectivamente como valores civiles: la capacidad de soportar limitaciones y dificultades, sentirse parte de la misma comunidad (cuidándose a sí mismo e igualmente a quien se encuentra, arriesgando hasta la propia vida por los que necesitan ser salvados), descubrir un vínculo más fuerte, el de la fraternidad universal. Son palabras y actitudes generalizadas que han entrado en el vocabulario diario y que no podemos permitirnos olvidar si no queremos “desperdiciar esta crisis”.

Si el deporte hace que estos valores sean plásticamente visibles, los atletas, los aficionados, los comunicadores, los que ejercen la responsabilidad de gobernar el deporte, los que lo enseñan, los patrocinadores, todos nosotros, estamos llamados a tomar conciencia de la responsabilidad de dejar que el deporte contribuya a la paz y al desarrollo.

Tenemos un año de tiempo, movámonos para hacer que el deporte sea más limpio, más libre de restricciones económicas; podemos convertirlo en una experiencia diaria de crecimiento personal y colectivo.

La trágica historia de George Floyd se ha visto como un símbolo de la dominación de unas personas sobre otras, especialmente las que son diferentes. Se ha creado una conciencia mundial nueva y más fuerte del problema. Los más grandes del deporte han lanzado mensajes poderosos, sin demasiadas palabras, pero con gestos de gran efectividad comunicativa.

En las calles de los países más pobres, en los suburbios, el juego continúa todos los días para reunir y poner en relación las energías más frescas que afrontan la vida con esperanza. No se necesita más que un poco de espacio y un instrumento, normalmente una pelota.

Algún chico de esas calles, de esas plazas, con el gusto de aprender y persiguiendo un sueño, se ha convertido en campeón. Y aunque no llegue a eso, esa actividad libre y lúdica puede contribuir al crecimiento, a mejorarse, a desarrollar generosidad y disponibilidad para la colaboración.

Hay que invertir en la difusión del deporte, especialmente en las periferias, pero también donde, en contraste con éstas, en un contexto completamente diferente, los niños se encierran en un mundo virtual, perdiendo la dimensión del juego y la relación; quizás acompañándolos con maestros entrenados y apasionados.

Hay mucho que podemos hacer en este “vacío”, en varios niveles.

Esperemos que a la salida del túnel, en palabras de Bach, los Juegos Olímpicos encuentren un escenario mejor, y no sólo por el coronavirus.

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