Todos sabemos como hoy, en la época de la ingeniería genética y de la biología celular, la persona humana, desgradaciadamente, frecuentemente está en cierto sentido, como cosificada, la mayor de las veces reducida a objeto,

que puede ser manipulado. El biólogo Dulbecco, premio Nóbel de la medicina, en una conferencia caracteriza bien la reducción del hombre: “Como biólogo – dice él- estoy habituado a mirar al hombre como un complicadísimo enjambre de entidades pequeñísimas. Yo estoy habituado a mirar una célula, o un gen, o una molécula”.


Es esta una visión del hombre que lleva en sí los graves peligros, porque, basada en un biologísmo frío, indica, en cierto sentido, “una regresión para el hombre, porque pasa de una especie de plenitud de existencia a un estado que es nada más que un mecanismo, un objeto. Se busca sustituir los construido por el vivido; se tiene una objetivación del hombre por el hombre”.
Pero esta cosificación de la persona humana no está solo en el ámbito científico, es una de las características del deterioro de la sociedad industrializada y secularizada –donde frecuentemente el hombre termina siendo considerado nada más que un diente del engranaje del mecanismo de producción-consumo.
Es necesario, entonces, más que nunca hoy, un profundo cambio radical cultural, “capaz de sacar a nuestra sociedad del materialismo y del subjetivismo y llevarla a descubrir la verdad del hombre y de la vida”, es necesario, un concepto de la persona, que comprenda al hombre en todas sus dimensiones. Y esto urge, sobretodo, porque en el ámbito de la medicina, no obstante que desde hace años empezaron a surgir tendencias de giro, que indican un cierto malestar, una exigencia, casi una nostalgia de una medicina hecha a medida del hombre, que considere a la persona en su unidad psico-físico y espiritual, la necesidad de recuperar el concepto unitario del hombre.
Es necesario hoy hacer una desmitificación de la ciencia y “rehumanizarla”: un humanismo científico con una constante respeto por la dignidad de la persona, respeto de su corporeidad, de su espíritu, de su cultura, y que sepa armonizar los valores de la ciencia con los valores de la conciencia de una época en la cual “nacida religiosa, hecha filosofía, la medicina si se desengancha de cada forma de saber y se transforma, en mera tecnología”, que tiende a administrar el cuerpo humano, con todas las consecuencias que puedan derivar en la dignidad y la integridad del hombre.


1. La realidad hombre

Pero, ¿quién podrá comprender hasta el fondo al hombre, la criatura humana, única en la creación, a quien Dios le dio una dignidad, tan grande de hacerlo semejante a El? ¿cómo se puede lograr verlo con los ojos de Dios? ¿comprender Su proyecto?
Antes que nada preguntémonos: ¿quién es esta criatura diferente del resto de los seres vivos? ¿y por qué encontramos en ella un salto de calidad respecto a todas las otras?
¿qué está en la raíz de ésta entidad, el hombre, que no es sólo biológica, y en la cual existe algo no medible, que la pone por sobre todas, directamente en el centro del universo?
El ser humano es más que un individuo: es una realidad compleja, cuya dimensión biológica, psicológica, mental y espiritual, se intrincan y se integran entre ellas en una maravillosa dinámica unitaria.
Creo que no se logrará definir al hombre, a comprenderlo verdaderamente en su globalidad; el hombre, de hecho, con su grandeza y su miseria, su apertura al infinito y su finitud, el ser junto cuerpo y espíritu en una unidad que no se puede escindir, es y quedará siempre como un misterio.
Su vida es un bien más grande que juntar órganos que funcionan solamente como procesos fisiológicos y bioquímicos: es un evento, un equilibrio de fuerzas constantes, una integración con el ambiente, con la sociedad, con la aceptación de sí mismo y con la visión de un sentido que permita visibilidad a la existencia a nivel espiritual y cualitativo.
Sabemos como la ciencia empírica aún no ha llegado –y quizá, no llegará nunca- a una atendible explicación de los valores insertos en el hombre: la capacidad de discernir y amar, la moralidad, la responsabilidad individual, la capacidad de conseguir la verdad, la creatividad. Por ello una parte importante y central de la experiencia humana si coloca fuera de la ciencia misma. El hombre, de hecho, posee atributos espirituales, morales e inmorales, que no son solamente el resultado de la evolución.
Existe una página en Siracide, estupenda, esencial, que suscita en mi admiración y estupor, cada tanto la leo.
En ella existe una descripción del hombre, escultora, diría casi descarnada, pero que puede hacer intuir toda la grandeza y la predilección de Dios por esta, su creatura.
Leámosla juntos: “El Señor le entrega a los hombres el dominio de cuanto existe en la tierra.
Según su naturaleza la reviste de fuerza, y la forma a su imagen.
El insufla en cada ser viviente el temor al hombre, porque el hombre domina a las bestias y los pájaros.
Discernimiento, lengua, ojos, orejas y corazón le entrega para su razonamiento.
Allí surge la doctrina y la inteligencia, y le indicó a ellos el bien y el mal.
Puso la mirada en sus corazones para mostrarles la grandeza de su obra.
Por otro lado puso delante de ellos la ciencia y le dio en herencia la ley de la vida.
Y sus ojos contemplaron la grandeza de su gloria, y sus oídos sintieron su voz magnífica.
Les dice: “Cuídense de cada injusticia!” y les da a cada uno preceptos hacia el prójimo” (Sir 17, 1-13).
Por lo tanto el hombre es, a diferencia de las demás, una criatura, dotada de discernimiento y autoconciencia; capaz de amar, sufrir y reír; de comunicar, de dar y recibir a su voluntad; con capacidad de iniciativa, de imaginación y creatividad. Forma parte de la construcción y ordenamiento del mundo; está abierto a las cosas y con su inteligencia puede penetrar con mayor profundidad en el conocimiento de las cosas y de la naturaleza de la cual forma parte.
Pero el hombre aún es más: Dios ¡“puso su mirada en su corazón para mostrarse la grandeza de su obra”, y “sus ojos contemplaron la grandeza de su gloria, sus oídos sintieron lo magnífico de su voz”!
En el ser humano la vida física y corpórea es un valor fundamental, sobre la cual se fusionan y se expresan los valores de la persona, aquellos representados por el hombre en su integridad y en su significado ontológico y trascendente. Y es el valor de una realidad trascendente aquello que da sentido y finalidad a la existencia humana.
La persona humana, con su sacralidad y dignidad, tiene, por lo tanto, un valor único: expresión de un divino absoluto.
En su argumento Jasper escribe: “También si, por el hombre, el hombre es la realidad más fascinante, y en su mundo la decisiva, no por esto es la realidad última (...) El hombre, de hecho, aparece como el ser que puede ser comprendido solamente comprendiendo su trascendencia”.


2. La imagen de Dios

En el libro de los Salmos el salmista, después de haber contemplado la inmensidad del universo, queda como estúpido, casi un espanto, de frente al hombre que se ve fuertemente asociado a la soberanía del Creador, y le presenta a Dios mismo la pregunta: “si miro tu cielo, obra de tus manos (..) ¿qué cosa es el hombre para que te recuerde y el hijo del hombre para que te cuide? (...) Le has dado poder sobre las obras de tus manos, todo has puesto sobre sus pies”. (Sal 8, 5-7)
¿No nos salta, quizá también a nosotros, como al salmista, un sentimiento de estupor, de admiración y de preguntarnos, cada vez que nos detenemos a reflexionar sobre el hombre, sobre esta criatura llevada por Dios al ápice de la misma creación?
En el Génesis está escrito: “Y Dios dijo: “hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza (...) A imagen de Dios lo creó”. (Gen 1, 26-27) Son pocas palabras, pero, si bien comprendidas, nos hacen intuir al hombre en la perspectiva del Creador: el proyecto de Dios sobre él.
De hecho, “Si el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, su persona, como con la naturaleza, lleva el reflejo de aquello que en Dios, existe”. Y, porque Aquel que la creó “a su imagen y semejanza” (Gen 1, 26) es Uno y Trino, el hombre lleva impresa en su ser, la análoga realidad trinitaria, que manifiesta también en la pluralidad de los elementos que la componen y en la armonía de la unidad del todo.
Y, por lo tanto, el hombre, criatura privilegiada entre todas las criaturas terrestres, un ser extraordinariamente único con una dignidad propia, como ninguno aquí sobre la tierra: “no es una criatura más, sino aquella que da a toda la creación su sentido último, culmen de la obra de Dios” en la cual Dios “participa directamente, poniéndole el alma como imagen suya y poniéndolo en la tierra para la aventura de hacerse Dios, volviendo al Padre que lo creó, por participación divina, mediante su Gracia”.
Su ser, con la sed de infinito, de inmortal, y con la necesidad o el deseo, conciente o inconsciente, inserto en cada hombre, aún si no tiene fe, de reclamarse a cualquier cosa o a alguien que lo trasciende, reclama la existencia de Dios.
El hombre, imagen de Dios, es un reflejo del misterio de Dios mismo y en la esencia más profunda de su espíritu transforma visiblemente quien es como Dios es, es decir persona pura en perfecto amor y libertad.
El hombre es una criatura libre, a quien el Creador le dio la capacidad de amar.
Dios, de hecho, creando al hombre a su imagen no podía no comunicarle el amor: “Todo aquello que está en la creación es criatura de Dios, de aquel Dios que no puede dar aquello que no tiene, aquello que no es”. Y Dios es Amor.
El amor hacia Dios y hacia el prójimo, es entonces, la dimensión fundamental del hombre, aquella que hace verdaderamente, plenamente hombre, en el sentido más profundo de la palabra, porque: “Fuimos hechos a imagen de Dios. Somos como fuegos proyectados en el Fuego, diferentes del Fuego, y por lo tanto libres.
Para unirnos al Fuego y ser uno con El, debemos libremente volvernos amor puro, porque somos si somos aquello que debemos ser, es decir, amor.”
Y éste amor es libre y conciente, que lleva al hombre hacia el otro, lo tiene abierto hacia los demás, muriendo a sí mismo se posee, realiza, su personalidad.
Sergio Zavoli, notable periodista italiano, en un artículo, sugestivamente se expresa así: “ Un hombre no es una isla completada en sí mismo, sino que es una parte de la humanidad. (...)Observar al otro, no significa distinguirse del otro, sino reconocerse.”
“La capacidad fundamental de amar, según el teólogo Rahner, es la única estructura de la persona, aquella que la expresa adecuadamente. (...)la “ley” (del precepto del amor) no impone nada al hombre, sino que se confía al hombre en si mismo, siendo posibilidad del amor la aceptación del amor de Dios, en el cual no da algo, sino que se dona francamente a sí mismo.”
Pero el hombre, creado a imagen de Dios y por lo tanto libre, a diferencia de las otras criaturas, puede obedecer o no a esta ley libremente y responsablemente, y aquí está su grandeza, su altísima dignidad que lo pone por encima de todo y de todos: “discernimiento (...) de sí, porque razona (...) y se le indicó también el bien y el mal.” (cf, Sir 17,5)
Semejante amor en el hombre, que para hacerse recíproco, para poder penetrar uno “en el cielo” del otro, requiere el don de sí, el morir a sí mismo, para ser aquel vacío de amor que acoge al otro, y la vida misma de la Trinidad de Jesús llevada entre los hombres.
Y la medida del amor es Jesús Abandonado, el vacío, la nada de amor, Aquel que por amor, entró en la historia del hombre, y dio verdaderamente todo de sí. Un Dios que, entre los hombres, hombre al lado del hombre, puso su propia carne y asumió en sí toda la miseria, el sufrir, las angustias, los miedos, los dolores de cada hombre, hasta morir sobre una cruz, hasta probar en una total Kenosis* , sintiéndose abandonado por el Padre, incluso la esencia del significado de cuanto estaba viviendo. Y es en aquel, su grito: “Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado?” (Mt 27,46) misterio de amor, de muerte y de resurrección que el hombre puede reencontrar el sentido de su vida, y la dignidad de hijo de Dios.
*Kenosis: palabra griega que significa despojarse de lo propio por amor, para vivir el otro, para permitirle al otro realizarse y de ese modo poner las condiciones para ser plenamente uno mismo. Se refiere al Amor Trinitario.


En éste amor, que no conoce límites y abarca todas las dimensiones de la vida, está la verdadera libertad, y la plena realización.
Pero no es éste el lugar de profundizar ulteriormente el misterio del Abandono de Jesús, en toda su abismal riqueza y profundidad, en su no ser por amor, en la cual esta enraizada la ley misma del ser, abriendo una nueva visión de lo creado y de lo no creado, con toda su realidad.
El hombre, pues, se realiza como persona, en cuanto se da, en cuanto ama con la dimensión de reciprocidad, posponiéndose a sí mismo para los otros, hasta morir a si mismo.
Sabemos, de hecho, como una dimensión esencial en la persona humana, es la capacidad de realización, de reciprocidad: “Masculino y femenino los creó” (Gen 1, 27).
El hombre, encontrándose con el otro, al enfrentarse a un tú, toma conciencia de sí mismo, y, por lo tanto, de su autonomía y libertad; entra en relación con los otros y se diferencia respecto de ellos. De aquí su exigencia de vivir en una comunidad, porque al hombre no le alcanza con vivir solo “para”, tiene una exigencia intrínseca de su naturaleza a vivir “con”.
“Creada a imagen y semejanza de Dios, la persona encuentra justamente en su relación esencial con él, la razón última de su inviolable dignidad y de su primado absoluto sobre todo lo creado, pero al mismo tiempo la vocación y destino intrínseco a vivir en relación constante con cuantos están revestidos de la mismísima dignidad”
Los hombres son “(...) todos iguales pero personas diferentes, a cada una (Dios) dio su belleza para que fuesen deseables y amables de las otras y en el amor (que era la sustancia común en la cual se reconocían uno a sí mismo en cada una) se recomponían al Uno que las había creado con su Luz que es Si mismo.”
Y aquí, la verdadera libertad de la creatura humana, libertad que afirma sus raíces en un amor que se hace recíproco, y en el cual las creaturas se reencuentran manteniendo cada una su identidad: “se recomponen al Uno que las había creado”. Unidad y distinción, por lo tanto, unidad en la pluralidad. La ley del amor de Dios Uno y Trino que se refleja sobre la humanidad, con una evidente solapa también social.
El mandamiento del amor “ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13,34), que Jesús dio a la humanidad antes de salir hacia el Calvario, con la reciprocidad y la radicalidad que eso requiere, no es nada extraño al hombre, sino intrínseco, radicado en él, diría en su ‘ADN’ ; no solo, sino en la ley que gobierna a la naturaleza misma.
Es una realidad que Chiara Lubich expresa admirablemente así: “Yo fui creada como un don a quien me está al lado y quien me está al lado ha sido creado un don para mí. Como el Padre en la Trinidad es todo para el Hijo y el Hijo es todo para el Padre.” El hombre, así se hace “(...) mediador entre Dios y el hermano y es sacramento, para el hermano, de Dios.”
Y, si tenemos ojos puros, vemos como también “sobre la tierra todo está en encuentro de amor con todo: cada cosa con cada cosa: es necesario ser el Amor para encontrar el hilo lo oro entre los seres.”
Es el amor, por lo tanto la ley que regula, sostiene todo lo creado: ley de unidad y distinción, de vida y de muerte, vida que es muerte, porque es don de sí, muerte que por lo tanto es vida.


3. La vocación del hombre

Es el hombre la única creatura que Dios ha deseado para sí mismo, capaz de estar en comunión con El, en una relación directa y personal. Y esta relación no es una cosa que se añade al hombre sino que es sobretodo, constitutivo del ser hombre.
Es esta su grandeza, el fundamento último de su dignidad: ser llamado a funcionar y vivir como el “tu” de Dios, en comunión con El, a estar de frente a El y responder al Amor con el amor.
Y es Cristo, que al revelar el misterio del Padre y de su amor, revela el hombre al hombre (Gn 22) y su vocación única: participar de la vida íntima de Dios, porque “Jesús fue hombre y ha elevado la dignidad del hombre a las alturas vertiginosas”.
El hombre, por lo tanto, creado en Cristo, imagen perfecta del Padre, ha sido elevado a una dignidad altísima: al ser Dios, por participación, a ser puesto en el vértice de lo creado, a ser cabeza en Cristo: “(...)Todas las cosas fueron creadas por medio de El y en vista de El (...) y todas subsisten en El.” (Col 1, 16-17)
Nosotros somos concientes como el mundo hoy tiene necesidad de redescubrir el significado profundo del designio creador de Dios, el cual ha querido confiar al hombre y a la mujer la tarea de llenar la tierra y de ser señores (Gn 1,28), prolongando y llevando, en cierto modo, a cumplir su obra creadora.
Que altísima dignidad, que excelsa vocación, ha sido conferida a la creatura humana: participar, en unidad con Cristo Resucitado, al cumplimiento del designio de amor de Dios sobre la humanidad y sobre todo lo creado. Pero, al mismo tiempo, como es su responsabilidad grande hacia la creación misma de la cual fue puesto como cabeza y patrón (cf Gen 1, 26-28) y de la cual él mismo es parte integrante!
A él la responsabilidad de salvaguardar, de respetar y de defender la integridad y la dignidad de todo lo creado, incluida la humanidad.
Pero el hombre, es un ser libre y puede usar de su libertad para contribuir a la realización del designio creador de Dios, o no; por lo tanto, sin rodeos su funcionamiento puede ir contra el proyecto del mismo Creador.
El puede favorecer la vida o destruirla, todo en su poder: basta pensar en el aborto, en los experimentos sobre embriones, en la eutanasia, en la clonación y los potenciales peligros que la ingeniería genética lleva en sí. Y que decir de la deforestación, del aniquilamiento, del abuso de la energía nuclear...?Solo por dar algunos ejemplos.
Juan Pablo II, algunas veces, en sus intervenciones pone la mirada sobre los peligros de una sociedad donde la razón no está más al servicio de la verdad, sino de la utilidad y de la conveniencia individual. Como consecuencia los descubrimientos del pensamiento y de la ciencia, tienen el riesgo de transformarse en un continuo peligro de manipulación y de lucro.
Si hoy, de hecho, no se propone como centro al hombre, sin olvidar que el hombre es llamado a una verdad absoluta, existe el riesgo de caer en la arbitrariedad y la instrumentalización tecnisista, en el subjetivismo y en el relativismo, con el peligro de refutar y negar cada verdad objetiva, y en consecuencia, no reconocer también la verdad que resguarda al hombre mismo.
Existe el peligro, hoy, que la persona humana no sea considerada para aquello que está en grado de ser en relación con los demás o en cuanto es capaz de dar, de producir.
El hombre, entonces, no vale más por aquello que es sino por lo que tiene.
Y esto es un peligro grave para toda la humanidad. De hecho, fuera de su hacer, de su producir o de su aparecer, no existiría más la persona, con repercusiones, como podemos imaginar, en la discapacidad, y sobretodo, en las fases iniciales y finales de la vida.
Es en Cristo que encontramos la respuesta a este problema, a este peligro que siempre más minucioso penetra en la humanidad, porque es en El que encontramos el secreto del respeto a la dignidad de cada hombre y mujer y de sus derechos.
Cristo, de hecho, hombre entre los hombres, siendo muerto por cada hombre, confirmó con su vida y su redención, el valor absoluto de la persona humana, de cada persona humana, restituyéndole la dignidad plena.
Y, debido a que el hombre ha sido creado a “imagen y semejanza de Dios”, el reafirma su dignidad de hijo de Dios, conformándose a Cristo, imagen perfecta del Padre, viviendo ese encuentro de amor de hijo con el Padre en el hacer su voluntad. Y solo adhiriendo como Cristo a la voluntad del Padre, el hombre podrá cooperar en el cumplimiento del designio de Dios sobre él y sobre la humanidad.
El hombre, por lo tanto, está llamado “a ofrecer su insustituible contribución, irradiando en la historia la luz de Cristo, Verbo de Dios hecho carne. El nos revela que Dios es caridad (1Jn 4,8) y (...) nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es por ello, también la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo”.
“(...)Cada uno de nosotros, es insustituible en nuestro lugar. Fuimos llamados por Dios a ser El, (...)Y el llamado de Dios Padre es irrevocable como el Hijo. Somos necesarios en Dios de necesidad de amor.”

Ana Fratta, médico interno 

Roma, Italia

 

Actos del Congreso: “La salud del hombre hoy: un equilibrio realizable”, que se desarrolló en Castelgandolfo (Italia), del 30 de marzo al 1 de abril de 2001, promovido por el Movimiento Humanidad Nueva

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